diciembre 9, 2024
Cuando la violencia urbana golpea en la Francia rural | Internacional

Esta es la crónica de un pueblo y un barrio separados por 20 kilómetros. Y por mucho más. Es la historia de un asesinato y de la reacción que ha desatado. Y de cómo la muerte de un adolescente en una fiesta rural revela temores profundos en una sociedad y aviva las divisiones.

El pueblo es Crépol, 500 habitantes, una iglesia, un café, un supermercado y una vetusta sala de fiestas. El barrio se llama La Monnaie y pertenece la pequeña ciudad de Romans-sur-Isère, 30.000 habitantes.

Crépol, imagen viva de la Francia profunda, está habitado mayoritariamente por franceses blancos y de origen europeo y cristiano. El típico lugar donde nunca ocurre nada. Hijos o nietos de inmigrantes musulmanes viven en La Monnaie, una banlieue o extrarradio con sus habituales bloques de edificios de los años setenta y problemas endémicos de violencia y marginación.

En Crépol, muchos están convencidos de que el asesinato, la madrugada del 19 de noviembre, de un adolescente de 16 años durante un baile popular fue el resultado de lo que algunos llaman una “expedición punitiva”. Según testimonios citados en la prensa en los días posteriores, los agresores decían ir a por un francés de raza blanca.

“Cuando uno va a una fiesta con cuchillos, no los lleva para el restaurante”, observa una vecina de Crépol. La mujer rechaza dar su nombre, como otros entrevistados esta semana en Crépol y en La Monnaie.

En el barrio de La Monnaie, en Romans-sur-Isère, de donde procedían algunos de los jóvenes que participaron en el ataque, lo ven distinto. Creen que lo que sucedió aquella fatídica noche en la vetusta sala de fiestas de Crépol fue un incidente fuera de control. Lo han contado otros testimonios: alguien del pueblo tocó el cabello largo de un foráneo llamándole “chiquita”, el título de una canción de moda del rapero Jul. Y se lio. “Una pelea que acabó mal”, dice un vecino de La Monnaie. Nada más.

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Por ahora, hay más incógnitas que certezas. La Justicia deberá aclarar qué ocurrió aquella madrugada. Hay nueve imputados.

Pero la muerte de Thomas Perotto —capitán del equipo de rugby y muchacho “alegre y apreciado por todo el mundo”, según mensaje en el libro de condolencias de Crépol— ha desatado los demonios en Francia. Como si en los pocos kilómetros que separan Crépol de La Monnaie, entre verdes valles y colinas, se estuviese fraguando un conflicto entre franceses.

El 25 de noviembre, decenas de ultraderechistas encapuchados y armados con bates de béisbol y barras de hierro, algunos de ellos procedentes de otros puntos de Francia, se congregaron en el barrio de La Monnaie. Fue de las mayores demostraciones de fuerza de los violentos ultras en décadas. La policía impidió que las cosas pasaran a mayores. El ministro del Interior, Gérald Darmanin, ha pedido la ilegalización de tres organizaciones implicadas.

La polémica ya había encendido en el París político y mediático. Mientras una parte de la izquierda trataba el asesinato de Thomas como un suceso más, una parte de la derecha y la extrema derecha consideraban que Crépol venía a confirmar sus augurios.

Se han pronunciado palabras graves estos días. Se habla de una Francia donde “milicias armadas” procedentes de la banlieues “organizan razias”, según Marine Le Pen, líder del primer partido opositor, el Reagrupamiento Nacional. Donde, en palabras del tertuliano ultra y fracasado candidato al Elíseo en 2022, Éric Zemmour, se está perpetrando un “francocidico”. Traducido: un genocidio de franceses. Marion Maréchal, sobrina de Le Pen y aliada Zemmour, ve en Crépol “los prolegómenos de la guerra civil”.

La izquierda y el Gobierno acusan a esta derecha de echar leña a un fuego que alimenta a grupúsculos radicales como los que actuaron en La Monnaie hace una semana. Esta derecha, a su vez, acusa al Gobierno, a la izquierda y a lo que llaman la burbuja mediática de cerrar los ojos o barrer bajo la alfombra una violencia que amenaza la unidad del país.

Llueve este jueves de otoño en Crépol. Las calles, vacías. Hay que apartarse de la carretera que cruza el pueblo y tomar un camino junto al río para llegar a la sala de fiestas. Las puertas y ventanas siguen selladas con una cinta de la gendarmería. En la entrada principal, hay ramos de flores y velas. Y una pintura al óleo donde, sobre un fondo verde de montañas, están escritos en rojo, el color de la sangre, varios mensajes. “Vivir”. “No bajéis nunca la cabeza”. “Resiste contra la chusma”. “Nietas de la Resistencia del Vercors”. El Vercors es el macizo montañoso, cerca de Crépol, que durante la Segunda Guerra Mundial fue uno de los feudos de la Resistencia contra los nazis.

A la entrada del Ayuntamiento, el libro de condolencias permite asomarse al trauma de este lugar todavía en duelo y silencioso. “Una vida robada, una familia rota y pueblos enteros que os apoyan”, ha escrito alguien. Y otro: “¡Vaya salvajada!”.

En el Café de las Colinas se habla de Thomas. De las reacciones en París.

—Se están diciendo muchas tonterías.

Habla Thierry Michalet, un peluquero jubilado que ha parado para tomar un café y un agua con gas. Tiene 62 años, una perilla y un pendiente. Y aclara:

—Se dijo que había sido un enfrentamiento entre bandas. No. Vinieron para atacar. Era premeditado. Traían cuchillos.

Michalet recuerda con nostalgia los veranos de su infancia cerca de Castellón. Explica que uno de sus hijos, que vive en Estrasburgo, le ha contado que ahora, cuando dice que es de Crépol, todo el mundo lo conoce.

—Este es un pueblecito sin historias en el que se ha quebrado la paz.

“La noche del 18 al 19 de noviembre marca la importación de una violencia desatada procedente del exterior en pueblos donde tal barbarie parecía inconcebible”, escribió en Le Figaro, Victor Delage, fundador de Terram, un laboratorio de ideas dedicado al estudio de los territorios. “Nadie se siente a salvo porque estos hechos ya no se producen únicamente en los territorios llamados sensibles”. Léase las ciudades y sus banlieues.

Le Monde, en un editorial, ha denunciado “la indecente instrumentalización de la cólera” por el asesinato de Thomas Perotto. “Las redes sociales y los medios de extrema derecha”, denuncia el diario, “han orquestado una campaña llamando directamente a la venganza y al odio, martilleando con mensajes que vinculaban la muerte de Thomas a la inmigración y a un enfrentamiento entre la Francia de los campanarios y la de las barriadas de extrarradio”.

Jueves, 15.30. Calma en La Monnaie, la barriada de donde venían al menos algunos de los imputados por el crimen de Crépol. La banlieue donde unos días después acudieron los ultras buscando más pelea.

En un aparcamiento hay seis furgonetas de la policía. Salen agentes, algunos de paisano. Entran, con perros adiestrados, en varios edificios. “Buscan armamento”, comenta un periodista local que asiste a la escena. En la calle, grupos de hombres observan y murmullan. “Las mamás tienen miedo”, dice uno que, como el resto, se niega a que se cite su nombre. “La extrema derecha juega a un juego peligroso”, comenta.

Un joven se acerca al periodista. Tiene 22 años y dice conocer a algunos de los detenidos: “En este país hay franceses-franceses y franceses-árabes pero, para los primeros, los segundos no son franceses. Y hay un fondo de rivalidad entre ambos. Y a veces salta la chispa”.

Hay sucesos que acaban siendo más sucesos. Porque hacen aflorar las peores pesadillas. Porque son el combustible perfecto para los extremistas. Al final, queda un chico muerto. Un pueblo y una banlieue desconcertados. Y un país de nuevo ante el espejo de sus miedos y obsesiones.

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